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Mayxué Ospina Posse

Terapeuta transpersonal y somática con más de cinco años de experiencia en acompañamiento de procesos uno a uno.

Diseño espacios grupales desde el sonido vocal y la percusión corporal para el 
desarrollo de habilidades colaborativas orientadas a la construcción de paz. 

SoundTouch® practitioner y doula certificada con herramientas de los psicoanálisis y la epistemología sistémica.

Historiadora, magister en historia, doctora en ciencias sociales. 

Mi mayor autoridad es la voz del corazón.

La música es el lenguaje más antiguo de mi alma.

Te cuento mi historia  


Nací del amor de este par de seres sui generis en el valle de Suba (Colombia) en 1982, luna y luna negra en sagitario, marte con plutón en libra, sol y venus en cáncer, quirón en la casa cuatro.

Antes de cumplir tres años papá se graduó de la U y nos fuimos a vivir a Cartagena, ciudad de la abuela paterna.

Crecí con mis dos hermanxs menores en un barrio popular del centro histórico donde el aire olía a sal. Había cauchos, acacias, almendros, tamarindos, uvita de playa y árbol de matarratón. Cucarachas, hormigas de varios tamaños, maria-mulatas, alcatraces, pelícanos, tijerertas y gaviotas. Sonaban bullerengues.

Mamá nos llevaba al mar todos los días. Todos los pescadores eran hombres negros.

 
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Nuestros primeros años fueron experiencia contenida de libertad, experimentación y juego. No fui al cole sino hasta los 9, y porque lo pedí con insistencia. Había vida de barrio y presencia materna y paterna. Había techo, comida, juguetes, hermanxs, tíxs, primxs, abuelxs, amiguxs que nos visitaban y un xilófono en el que me saqué de oído los jingles de la propaganda navideña de café águila roja y de la campaña presidencial de Carlos Pizarro. 

A los 12 nos cambiamos de casa. Mis papás se separaron y en cuanto transitaban sus duelos mis hermanxs y yo fuimos entrando en adolescencias difíciles. 

Los adultos estaban demasiado ocupados en sus asuntos.

Hubo soledad, sensación de desamparo, confusión, miedo, vergüenza, violencia internalizada, autosabotaje, autocastigo, falta de bordes, excesos; intentos desesperados de visibilizar el dolor.

Los adultos no se dieron cuenta.

Era inteligente, profunda, altamente sensible y me sacaba buenas notas.

Me cuidaron lxs amigues. Me salvó la escritura.

 
Terminé el colegio a los 17 con un promedio impecable y una idea muy difusa de lo que quería hacer con mi vida.

Le hice ojitos a la psicología, la filosofía, la literatura y la música y me metí a derecho.

En medio del primer año de universidad papá recibió un diagnóstico de vih y la vida cambió. Dejé el derecho y me fui a Bogotá.

Fue un tiempo de mucho crecimiento y de un dolor que no se podía nombrar.

Con 20 entré a estudiar historia y con 23 conocí a mi compañero de vida.
Cuando papá se fue, a sus 47, yo tenía 24 años y 7 meses de embarazo. Me hice mamá en el vórtice que disuelve todas las polaridades. Su muerte me rompió y me dio una fuerza nueva. Me llenó de belleza, dolor, luz y preguntas sin respuesta. 

Mi hijo nació en ese vórtice. Nuestro trabajo de parto fue divino. Sufrimos violencia obstétrica. La teta sanó casi todo; descubrí el superpoder de confiar en esa conexión a dos.
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A los 28 llegó el tercer hijo. Sufrimos violencia obstétrica y dos semanas después nos fuimos a Brasil a seguir realizando el mandato: maestrías, doctorados, etc.

Parecía que la vida tomaba decisiones por mí. Iba cual veleta, coleccionando méritos y logros que cada vez se sentían más vacíos. 

La cultura de la imprenta me aburrió. La academia se hizo cárcel. 


Estaba congelada de miedo, y era tanto miedo que ni cuenta me daba.

Me gradué como historiadora a los 26, justo antes de la llegada de mi hija, que nació en casa, en un parto sin asistencia médica, resbalándose como un jabón mojado por entre las manos temblorosas de su pa.

A sus 4 meses me puse a trabajar, trabajar y trabajar cumpliendo el mandato de ser una madre profesionalmente realizada y exitosa. Estudiaba cultura política y cultura de la imprenta de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en el mundo hispanoamericano. Tenía pasión por el archivo y por los restos de existencias que guardaba.
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Terminando la maestría quedé en embarazo de mi cuarta hija y viví la crisis existencial, vocacional y de sentido más importante de toda mi vida.

Como toda crisis, vino llena de sangoloteos y regalos.

El parto de esta hija fue un divisor de aguas.

Por primera vez me permití bajar y sentir lo que estaba cerrado, envenenado, lo que dolía, lo que no quería vivir.

Traerla a ella fue traerme a mí, a través de las manos sabias y el amor de las mujeres.

Me acompañaron una partera urbana y una doula con nariz y ojos de bruja que todo lo que hizo fue sentarse a atestiguarme mientras recordé y conecté.
Puertas se cerraron y puertas inesperadas se abrieron.

Con la beba chiquitica empecé un doctorado y me fui a estudiar el saber-hacer de Lucía Caldeyro Stajano, mi doula, ese dispositivo de la pura presencia que me devolvió a las mujeres y me hizo bajar a lo más profundo.

Durante dos años la acompañé en sus espacios de preparación para el parto y posparto dirigido a mujeres y parejas gestantes. Me formé como doula con ella. Comencé a curar el dolor de la violencia obstétrica y a entender las lógicas que la operan.

 
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 A los 32, en uno de sus espacios, tuve una experiencia de conciencia ampliada con la voz que me hizo entender que el sonido es energía y me volcó a una búsqueda de esas que nos jalan del futuro y no dan tregua: el alma queriendo nacer al mundo y todas las corazas que tan bien sirvieron para contener y proteger, agrietándose impiedosamente. 

Encontré como respuesta a Kari Quiroga a los 33 a través de un documental que me envíó una amiga.

 
Lloré cuando lo vi porque sabía que me estaba siendo entregada la llave del destino. Tenía 2 meses de embarazo de mi quinto hijo.

La contacté de inmediato e inicié el proceso de formación en Soundtouch: el arte del toque sonoro. Su práctica se volvió, también, campo de mi investigación doctoral. La traje a Campinas dos veces y empecé a viajar al sur.

Descubrí que mi garganta estaba cerrada y me empeñé en visitarla, habitarla, limpiarla y nutrirla.
 A los 34 me empecé a ver y me di de regalo el djambé más lindo del mundo, hecho de palma de coco y cuero de cabra.

Dos meses después llegó la invitación a la clase abierta de las Caixeiras das nascentes y conocí la caixa del divino espíritu santo. La caixa,  las caixeiras y el amor y la fuerza de la maestra Cris Bueno fueron un portal de regreso a la casa de mi corazón. 

Nunca más paré de tocar y cantar; el tambor llegó para quedarse y la caixa entró a componer la trenza de pensamiento vivo sobre el poder brujo de la escritura en que se convirtió el trabajo doctoral. Tres sabedoras profanas me activaron la memoria de la magia.

Con 36 inicié el primer proceso de terapia largo de mi vida con una psicoanalista -analista junguiana que me acogió, me cuidó con el amor de una abuela y me ayudó a escucharme y a ordenar la narrativa. 

La niña pataleaba, saboteaba, se revolcaba en la victimización, la culpa y el drama, procrastinaba, cuidaba como podía y se contenía con caminatas en el mar y la montaña, mandalas y cantos que llegaban de adentro, calmaban las aguas y dejaban una estela bioluminscente; diminutos trazos de sentido en medio de la densa noche. Había poco aire.

La interrupción voluntaria de un embarazo y la pérdida de un gran amor intensificaron la falta de aire.
Al regreso a Colombia tenía 35, cinco hijxs absolutamente bellos que veía a través de las corazas agrietadas, no job, no money y la escritura de una tesis doctoral divina y enloquecedora en curso.

  Tiempos revueltos. La niña del burrito que creía que iba sola y creció convencida de que la existencia venía sin respaldo, se fue colando como pudo por entre las grietas de luz.

Hizo muchas pataletas. Volver al origen se sentía insoportable.
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Terminé y defendí una tesis preciosa contra todo pronóstico, con una mesa de juradxs insurrecta y soñada que acogió mi trabajo con curiosidad, generosidad, alegría, reberveaciones afectivas y muchos elogios.

La escritura fue un portal. Ella me hizo otra. Fue mi partera.  

Dos semanas después falleció mi abuela paterna y quedé en embarazo. Era pandemia y con 38 me empezaron a llegar personas que querían ser acompañadas en procesos uno a uno.

Dije que sí y ahí inició en forma mi camino como terapeuta-acompañante-testigo del poder que todxs tenemos de sanarnos a nosotrxs mismos.

 

Con 37 conocí el trabajo de Alejandra Ortiz-Almunis y recogí herramientas fundamentales para ser integradas en mi práctica con sonido vocal. Sentía que estaba lista para parir algo poderoso y bello, pero no me veía. Y para poderme ver mi estructura de supervivencia necesitó colapsar. 

El
 colapso vino a los 38, con la interrupción de un segundo embarazo, una experiencia cercana a la muerte y un proceso depresivo profundo que me puso en manos de una médica del alma sin conmisceración al drama.

Me trató con acopuntura, remedios homeopáticos y esencias florales, me prohibió rotundamente mascar chicle y hablar con cualquier profesional de la salud mental.  
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Siguieron cursos, formaciones complementarias claves, prácticas, sesiones de supervisión, alianzas conceptuales, inmersión en autores y teorías, y la gente siguió llegando. 

Parí a mi hijo en un parto perfecto y en el posparto no lavé una cucharita. Me dediqué a dar teta y a dejarme cuidar. Sin ninguna culpa.

 
Y como ya me veía, la vida me dio el regalo de ser vista por una curandera leonina, poeta de las estrellas, maga de magas y mi más grande maestra en las artes de la terapéutica y la escucha.

Con ella bajé lo que solo conmigo. Con ella compartí silencios polifónicos, soñé sueños largos y toqué el misterio de la existencia. Con ella terminé de darme a luz  y aprendí una nueva forma de amar.
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Hoy, llegando a los 43, me veo y me gusto muchísimo. Amo y habito mi oscuridad y mi luz y puedo ser compasiva conmigo misma. Siento mis límites y los respeto. Honro y navego mi sensibilidad. Me hago regalos y me cumplo. No busco aprobación ni permiso para ser quien soy. No necesito que nadie me descifre o adivine mis deseos o los realice. Me sé poeta de la existencia, señora de las profundidades, hija de las estrellas. Mi canto es mi cura y con él hago magia. Me deleito en la belleza de mi imperfección. Siento orgullo inmenso de mis decisiones y de la vida que creo. Confío en la vida. 

Y es esto lo que me permite ofrecer en sesiones individuales y grupales mi conexión auténtica con lo sutil encarnado, mi campo intuitivo, mi escucha afinada y profunda para que otrxs se encuentren, se descubran, se experimenten en su ser genuino, se regocigen de gozo y recuperen el poder creador de su canto. Hoy sé que soy la que teje cantando.
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